Cuentos del Rebe Najmán


KAPTZIN  PASHÁ


    Había  un  Judío de la corte que era el favorito  del  Sultán
Turco y se encontraba  por  encima de todos los demás ministros  de  estado.  El
Sultán  estaba  muy  orgulloso  de  él,  más  que  de
cualquier  otro de su gobierno. Todos los días el  Sultán
lo invitaba a su palacio para pasar un tiempo con él.
    Los demás ministros estaban muy celosos del [Judío]  e
idearon  varios  complots  para  denunciarlo  ante  el  Sultán  y
destruirlo.
    Entre  los  ministros había un pashá  llamado  Kaptzin  Pashá
quien  odiaba  a  los Judíos más que  cualquiera  de  los
demás  del  gobierno. Cuando estaba con el  Judío  de  la
corte  se  comportaba con él como [si fuese] un  buen  amigo.
Pero  todos  los  días  ideaba  complots  para  denunciar  al
Judío ante el Sultán.
    Cierta  vez  el Pashá se acercó a conversar con  el  Judío  y
maliciosamente le dijo, “Estuve con el Sultán y le escuché  decir
que  se  siente muy orgulloso de ti. Pero que, sin  embargo,  hay
algo que le preocupa. Cada vez que tú te acercas a hablar con  él
no  puede  soportar tu mal aliento. Dado que no quiere  dejar  de
verte,  esto es algo que le preocupa sobremanera. Mi  consejo  es
que  cuando vayas ante el Sultán coloques un pañuelo  perfumado
frente a tu boca. Esto va a ocultar tu mal aliento y el Sultán no
se molestará más”.
    En  su  inocencia,  el Judío le creyó y  estuvo  dispuesto  a
seguir su consejo.
    El  Pashá se dirigió al Sultán y le dijo que había  escuchado
decir  al  Judío  que éste sufría mucho dado  que  cada  vez  que
hablaba con el Sultán debía respirar el mal aliento de éste.  “De
manera  que”,   [dijo  el Pashá],  “cada  vez  que  el
Judío venga ante  Vos  se colocará un pañuelo perfumado sobre su  boca  para  no
tener  que  respirar  vuestro aliento. Si no  me  creéis,  mañana
tendréis la prueba, pues cuando el Judío venga a veros tendrá  el
pañuelo sobre su boca”.
    Cuando el Sultán escuchó esto montó en cólera. Y dijo, “¡Veré
si dices la verdad! Si es cierto, ¡destruiré a ese Judío!”
    Al día siguiente, al llegar frente al Sultán, el Judío colocó
el  pañuelo  frente a su boca, tal como el Pashá  le  aconsejase,
pues había creído [en sus palabras]. Cuando el Sultán
vio  [lo  que  hacía], comprendió  que  el  Pashá  le
había dicho la verdad. Inmediatamente escribió una  carta
que decía, “Cuando el portador de la presente nota llegue
allí,  deben arrojarlo al instante dentro del horno donde  se
arrojan  todos  los  sentenciados a  muerte”.  El  Sultán
selló  la  carta  con  su  sello  y  le  dijo  al  Judío,
“Hazme el favor y entrega esta carta personalmente al  hombre
cuya dirección se encuentra escrita en el sobre”.
    El  Judío tomó la carta y le prometió al Sultán que haría  lo
que se le requería, desconociendo el contenido de la carta.

    [El   Judío]  era  muy  diligente  en  lo  que  respecta   al
mandamiento de la circuncisión de un niño Judío. Este mandamiento
le  era  muy  querido  y  cada vez  que  se  lo  honraba  con  la
realización   de  una  circuncisión  (jituj),   no   había
obstáculo alguno capaz de detenerlo.
    El  mismo día en que debía entregar la carta del  Sultán,  el
Santo, bendito sea, arregló las cosas como para salvar a Su  buen
amigo. Hizo que un hombre llegase a la ciudad y honrase [al Judío
de  la corte] con un viaje hasta su pueblo para circuncidar a  su
hijo.  Era  costumbre [del Judío] no dejar de  cumplir  con  este
precepto, sin importar las circunstancias. De manera que  comenzó
a  pensar,  “¿Qué haré para cumplir con el pedido  del  Sultán  y
entregar esta carta?”.
    El  Santo, bendito sea, dispuso las cosas entonces como  para
que  se  encontrase con [Kaptzin] Pashá. [El Judío] le  contó  al
Pashá  que había estado con el Sultán y que éste le  había   dado
una  carta para que la entregase [personalmente]. Pero ahora  que
el  Santo,  bendito sea, había arreglado como  para  que  pudiese
realizar una circuncisión y dado que era su costumbre no dejar de
lado  este  mandamiento por nada del mundo, “Por  lo  tanto”,   le
dijo,  “te  pido  que me hagas un favor. Y  si  eres  tan  amable
pudieras tomar esta carta y entregarla a su destinatario”.
    El  Pashá estaba muy contento del cariz que  estaban  tomando
las cosas pues ahora podría denunciar al Judío por no entregar la
nota como se lo ordenase el Sultán. De inmediato tomó la carta  y
la llevó a quien estaba dirigida. El receptor no era otro que  el
verdugo  a  cargo de quemar a los sentenciados a  muerte  por  el
Sultán.  Este tomó de inmediato al Pashá y lo arrojó  dentro  del
horno.  [El Pashá] fue [entonces] quemado tal como fuera  juzgado
por el Santo, bendito sea, y así fue castigado “medida por medida”
(midá k’negued midá).
    A  todo  esto,  el Judío sin saber nada  de  lo  ocurrido  se
presentó  al día siguiente ante el Sultán como si nada  hubiese
sucedido.  El Sultán se asombró mucho de verlo [y  le  preguntó,]
“¿Acaso no entregaste la carta que te di?”.
    El  Judío le respondió, “Su Majestad, le he dado la  carta  a
Kaptzin Pashá para que él la entregase. El Santo, bendito sea, me
dio la oportunidad de realizar una circuncisión y es mi costumbre
no  dejar pasar una oportunidad así sea cuando fuere que ella  se
presente”.
    El Sultán comprendió entonces que había una razón por la cual
el  Pashá  hubo de ser quemado y que ello se debía  al  hecho  de
haber  calumniado al Judío. El Sultán le preguntó, “¿Por  qué  te
colocas  ese  pañuelo  perfumado frente a tu boca  cada  vez  que
hablas conmigo?”.
    “El Pashá así me lo aconsejó”,  respondió el Judío. “Me  contó
que os escuchó decir que no soportabais mi mal aliento”.
    El Sultán le contó entonces cómo el Pashá había calumniado al
Judío  y  le  dijo, “El Pashá dijo que eras    quien  no  podía
soportar  mi mal aliento y que te colocabas un pañuelo  perfumado
frente a tu boca para evitar respirarlo”.
    El  Sultán le reveló entonces el contenido de la carta  y  le
dijo,  “Ahora sé que el Santo, bendito sea, tiene poder sobre  el
mundo  y  que Él salvó a Su amigo de todo mal. Lo  que  el  Pashá
quiso hacer le fue hecho a él y se le retribuyó como lo merecía”.
    El  Judío era ahora mucho más apreciado por el Sultán,  mucho
más  que  cualquier otro ministro del estado. Y  muy  grandemente
estimado y querido por él.

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